Los pétalos que nos quedan

I

El primer pétalo llegó la madrugada en la que Eldryn creyó que nunca volvería a verla.

Volvía tarde a casa, arrastrando los pies por calles vacías, cuando algo flotó en el aire, rozando su mejilla hasta posarse sobre su mano.

«¿De dónde ha venido?»

Miró hacia arriba en busca de su origen. Solo encontró edificios de piedra, sombríos y desgastados, bajo un cielo aún más gris. Bajó la mirada hacia el pétalo rojo, con palabras diminutas inscritas sobre la suave superficie.

“Te extraño. Me habría gustado hablar más contigo.”

Sintió un vuelco en el corazón. Solo una persona en el mundo escribiría algo así.

Sacudió la cabeza y se dispuso a encontrar una pluma. Pero se detuvo en seco al recordar que nunca antes había necesitado de una.

Salió disparado calle arriba, en busca de alguien que pudiera ayudarlo. Con los brazos extendidos, trazaba palabras invisibles en el aire; sus pies saltando para llamar la atención.

Lo miraron como a un loco. Los transeúntes ni siquiera se burlaban, tan solo lo evitaban. Los hombres fruncían el ceño y las mujeres apartaban a sus hijos. Nadie quería cruzarse con el chiflado que agitaba un pétalo rojo y suplicaba por algo con que escribir.

Nadie le gritaba, ni le decía nada para ahuyentarlo. ¿Quién desperdiciaría sus palabras en un loco?

Ni siquiera las almas se atrevían a hablar en aquella ciudad. No podían. En ese mundo, diferente al nuestro pero semejante también, a cada persona se le otorgaba un número exacto de palabras, contadas y registradas por un mecanismo infalible pegado a los pulmones. Una vez agotadas, el lenguaje se desvanecía.

Hacía mucho tiempo que no existían los libros, ni las cartas, ni ninguna otra forma de plasmar pensamientos que no fueran las acciones mismas. Y ni hablar de los sentimientos. Las señas carecían de sentido, pues al final, en un lugar donde las palabras no se escuchan ni se dicen, tampoco se pueden pintar o mostrar con la misma fuerza.

Por fin Eldryn encontró una pluma: vestigio de otra era, un instrumento olvidado que antaño había dado forma a las obras de grandes escritores y dramaturgos, pero que ahora solo parecía un sueño.

La compró a un anciano que atendía una lúgubre tienda donde señalabas lo que querías y el vendedor te pedía una por una cada moneda hasta llegar al precio. Con una sonrisa de oreja a oreja, Eldryn le entregó los únicos tres cuartos de plata que llevaba encima. Por suerte, los había ganado en la fábrica la semana pasada.

El viejo le entregó la pluma oscura, mirando con extrañeza al demente que intentaba escribir sobre su pétalo. Pero el instrumento no cedia.

El anciano corrió las cortinas y cerró el portón de su tienda con un golpe.

Tras el tercer intento desesperado, Eldryn se detuvo. No quería romper su único lienzo. Respiró profundo y lo volvió a intentar.

Abykha, volveremos a vern

Escribió su respuesta con la misma caligrafía diminuta. Pero el pétalo se marchitaba, sus bordes oscureciéndose con el roce del viento. De inmediato cerró las manos a su alrededor, temiendo que se deshiciera entre sus dedos.  

Fue corriendo hasta su casa, sin atreverse a separar las palmas.

Al llegar, abrió la ventana y observó a la ciudad silenciosa. Dejó que el frío lo azotara mientras contemplaba al pétalo desvanecerse poco a poco.

Le dio la vuelta y leyó el mensaje que le habían dejado. Una y otra vez lo recitó en su mente hasta quedarse dormido.

Lo que quedaba del pétalo resbaló de entre sus dedos y cayó sobre el alfeizar de la ventana.

Antes del amanecer, ya no estaba.

II

Dos días después, apareció bajo la almohada de Abykha.

Su pecho se encendió con esperanza.

Abykha y Eldryn habían gastado sus últimas palabras juntos, mucho antes de lo imaginado. No fue descuido, sino necesidad. Porque cuando el mundo les prohibió hablarse, cuando las miradas ya no bastaron, cuando las manos temblaron de tanto desear tocarse, las palabras se escaparon en susurros apresurados, en confesiones bajo la lluvia, en promesas que no podían guardarse para después.

Desde la noche en que se conocieron, la conversación fluyó como lluvia de otoño. Las horas se deslizaron como segundos, hasta que sus bocas se secaron al amanecer.

Y entonces, el silencio.

No era un silencio absoluto, porque la ciudad tenía su murmullo constante: el viento entre los edificios, el roce de pasos sin nombre, el eco de alguna voz perdida, de algún atrevido que había gastado una de sus últimas palabras. Pero entre ellos, la ausencia de palabras era un abismo.

Abykha leyó la respuesta de su amado.

Con cada palabra que leía, su corazón palpitando con avidez. Pero en cuestión de segundos, el pétalo marchito desapareció en el aire, esparciéndose como un último susurro.

La comunicación había vuelto. No con sonidos, no con letras talladas en papel, sino con pétalos que viajaban con el viento hasta encontrar el camino hacia el otro.

Abykha buscó la pluma que alguna vez su padre le había regalado. Sabía que aún la conservaba, oculta en alguno de los cajones donde guardaba los vestidos que ella misma había confeccionado. Una por una fue lanzando las prendas por encima de su cabeza. Una mezcla de telas, recuerdos y atuendos se amontonaron en el piso.

«¡Aquí estás!»

Todavía con la sensación del pétalo desvanecido sobre su piel, la bella dama saltó sobre el alfeizar de su ventana. Bajó la mirada y se encontró con sus pies descalzos rozando el borde de piedra. Metros más abajo, el Jardín Real.

En medio de azaleas oscuras y orquídeas grises, un único rosal resplandecía con colores imposibles: rosas, rojos y blancos vibrantes.

No se explicaba como no lo había notado nadie más.

Abykha subió las mangas de su vestido de lino, enrolló la punta sobre su cintura y encajó la pluma entre sus dientes. De esta manera descendió, aferrándose a las trepadoras que abrazaban a la columna de cantera junto a la ventana.

Si alguien la descubría, el castigo sería implacable. Con “suerte” la desterrarían a la ciudad junto a las minas, donde el cielo no tenía una sola pizca de azul entre sus nubes.

Con temor de ser vista, se zambulló entre las espinas del rosal, sofocando una risa traviesa. Sus dedos rozaron la suavidad de una rosa blanca, y con delicadeza, arrancó un pétalo.

Escribió…

“¿A dónde has ido? Yo…”

Se detuvo. Había tanto que quería decirle, pero tenía que dejar espacio para su respuesta.

Apenas la punta de la pluma se despegó del pétalo, este se esfumó. Se elevó como un pájaro y desapareció bajo el sol.

Abykha sabía que no podía enviar más de un pétalo a la vez. Ya lo había intentado, la noche anterior tras descubrir el rosal.

Triste y desolada, con el alma encogida en su propio silencio, su único escape había sido el de escribir. Un arrebato de rebeldía. Un consuelo efímero que tendría que esconder después. Pero no hizo falta, cuando descubrió que el pétalo se había esfumado con su mensaje.

Escondió el resto de la rosa en el interior de una de sus medias, y emprendió el ascenso de vuelta a su recámara, con la esperanza de que no se marchitara.

Una sonrisa se dibujó en su rostro mientras subía.

III

“Lejos… volveré por ti.”

Le contestó Eldryn.

Así comenzó.

Cada noche, ella escribía en un pétalo y lo dejaba a la brisa. Cada mañana recibía una respuesta de él, quien repetía el proceso.

Palabras murmuradas en tinta sobre seda floral.

Preguntas, recuerdos, risas compartidas.

Promesas y mensajes cargados de amor y de anhelos.

Pero estos eran efímeros. Se iban antes del amanecer, como si nunca hubieran existido.

Un día, cuando la nostalgia pesaba más de lo habitual, Eldryn escribió con el pulso tembloroso:

“Necesito abrazarte una vez más.”

La respuesta tardó en llegar. Por primera vez, temió que no lo hiciera.

Pero al tercer día, un pétalo blanco se deslizó bajo su puerta. Siempre encontraban la manera de llegar.

“También yo.”

En aquel mundo, en aquel tiempo, tan lejano y a la vez muy cercano al nuestro, el afecto y las emociones flotaban con peligro en el aire. Así como las palabras, los roces, los besos y caricias, podían interpretarse como semillas de una nueva rebelión.

Los gobernantes lo sabían: donde el amor florece, nacen los murmullos a escondidas, las manos que se buscan en la penumbra. Y donde hay murmullos, hay secretos. Donde hay secretos, hay peligro.

Un solo latido fuera de lugar podía hacer temblar a todo un imperio.

“Anhelo tus labios.”

“Sueño contigo.”

“A veces creo escuchar tu risa.”

“Yo veo reflejada tu sonrisa”

“El olor de tu cabello…”

“Tu perfume…”

“Tu mirada.”

Eldryn cerró los ojos, apretando el pétalo entre los dedos. Lo leyó tantas veces que, cuando el viento se lo llevó, pudo escucharlo en su silbido.

“Te buscaré.”

“No podrán callarnos.”

“¿Y si nos descubren?”

“Entonces que el mundo se derrumbe.”

“…pero no nosotros.”

Terminaron con todos los clichés de todos los libros ahora enterrados bajo la tierra, en tumbas infinitas bajo una colina que estaba rodeada por ruinas fantasmales. Ahí, en ese lugar olvidado por la historia, Abykha le propuso a Eldryn que se volvieran a encontrar.

Por fin se pudieron sentir. Por segunda vez, se estrecharon con urgencia, donde nadie pudiera señalarlos, donde ni siquiera las almas se atrevieran a mirar. Sus labios se encontraron en una sinfonía de aliento y deseo, donde no necesitaban hablar para decirse todo.

Su reunión fue breve. Aunque estaban lejos de las calles y los muros, ojos vigilantes merodeaban sin descanso.  Acechaban desde las alturas, con la mirada inmutable de los búhos. Se deslizaban entre las hierbas, como serpientes al acecho. Se decía que incluso las nubes ocultaban espías, avionetas autónomas que patrullaban el cielo sin descanso, sin un piloto, sin un alma que pudiera entender a los enamorados.

Pero ahora nada podía detenerlos. A pesar de todo, esta no fue la última vez que se encontraron.

Los pétalos se convirtieron en algo más que cartas de amor; fueron su brújula, su código secreto, la única manera de encontrarse de nuevo. A veces, cuando el pétalo era demasiado pequeño, bastaba con una sola palabra para entenderse.

“Álamo. Plazoleta.”

“Media noche.”

Y así, su amor continuó floreciendo entre las sombras.

IV

Cuando se encontraban, sus corazones ardían, pero no se consumían como los pétalos del rosal. En cambio, latían con tanta fuerza que podían escucharlos en la oscuridad. No necesitaban ver sus rostros; los conocían a la perfección, después de haberlos recorrido tantas veces con las yemas de los dedos.

Algunas veces permanecían quietos, con las frentes pegadas y el silencio pesado entre los dos. Era como si esperaran que, en algún momento, sus pensamientos pudieran entrelazarse como sus manos.

Las respiraciones acompasadas se volvían un refugio, que calmaban por un momento la ansiedad antes de despedirse. Antes de soltar los dedos que se aferraban como si al separarse, el otro pudiera desvanecerse.

Noche tras noche, cada vez que el deseo de hablar se volvía insoportable, confiaban en la magia de los pétalos para llevarse sus palabras invisibles.

Pero había un problema.

El rosal no era eterno.

Cada vez, menos pétalos florecían. Cada mensaje robaba una parte de su existencia. Abykha lo entendió demasiado tarde. Cuando las ramas empezaron a secarse y el rojo vivo se apagó en un luto silencioso.

El día en que arrancó el último pétalo, su corazón se encogió. Con manos temblorosas, sostuvo su mensaje con la certeza de que sería el último. No habría más oportunidades, no habría más palabas.

Lo soltó.

El viento lo atrapó y lo llevó lejos, más allá de los muros, más allá de las calles sin voces, más allá del miedo mismo.

Eldryn lo encontró en el interior de su sombrero, justo antes de colocarlo sobre su cabeza. Su mirada se encendió cuando leyó la única palabra que quedaba por decirse.

«Ven.»

No más pétalos. No más palabras.

Eldryn ya conocía su última respuesta.

Corrió de vuelta a su habitación, esquivando miradas, deshaciéndose de las responsabilidades del día como si fueran cadenas que solo ahora se daba cuenta de su existencia. Buscó su pluma con manos febriles y escribió la única respuesta posible.

“Media noche.”

Vivían en un mundo donde la rutina había sido delimitada, donde otro dictaba lo que podías pensar y lo que podías decir. Un lugar en donde las responsabilidades se heredaban como grilletes y el destino de cada persona ya había sido pactado sin preguntar.

En aquel lugar, los enamorados del rosal decidieron ignorar al guion impuesto por tinta ajena.

Eldryn atravesó la ciudad como una sombra desafiante.

Escaló la barda de la fortaleza. Subió los escalones de piedra sin titubear. Y burló a los guardias que patrullaban el recinto. Se deslizó entre las fábricas y los talleres, donde, incluso a medianoche, las máquinas seguían rugiendo como bestias encadenadas.

Saltó de un módulo a otro, esquivando las pesadas puertas que se cerraban por si solas como trampas mortales. Trepo por la torre de cantera hasta las habitaciones.

Las damiselas que cruzaban a sus habitaciones lo miraban con extrañeza. No le dijeron nada. No podían hablar con locos.

Además, ¿quién desperdiciaría sus palabras en uno?

Eldryn no podía gritar.

No podía más que golpear cada puerta con el puño. Una tras otra, avanzando a paso decidido por el interminable pasillo.

Llamó a una puerta casi al final, y cuando estaba a punto de seguir a la siguiente, esta se abrió de repente.

Y ahí estaba. El amor de su vida. No llevaba zapatillas, tan solo un par de calcetines silenciosos. Su cabello suelto sobre su espalda, apenas despeinado por la prisa. Se miraron en un silencio colmado por palabras que nunca se dirían, hasta que ella tomó de una mano y tiró con fuerza.

A Eldryn por poco se le zafa el brazo. Se fundieron en un abrazo en el que sus cuerpos descansaron. Ninguno de los dos se atrevía a separarse, pues esto significaba afrontar su realidad.

Pero lo hicieron.

Ya no podían comunicarse, ya no había más pétalos. Todo a su alrededor estaba diseñado para el silencio: vidrios opacos, muros de piedra porosa, suelos de porcelana inalterable. No quedaba superficie alguna donde pudieran escribir. Tampoco se atrevían a hacerlo sobre su propia piel. La historia lo advertía: hubo una mujer que, en un acto de desesperación, escribió sobre su carne. Al principio, no ocurrió nada. Pero, con los días, su piel comenzó a resquebrajarse como la muda de una serpiente, hasta desgarrarse, como un lienzo roto por el tiempo.

Abykha le señaló la ventana por donde solía bajar para recoger los pétalos. Eldryn asomó la cabeza y se encontró con un jardín descomunal que se extendía en todas las direcciones, sin un final aparente. No había color en aquel vasto paraíso marchito. La vegetación aún existía—árboles altos y plantas robustas—pero todo estaba teñido de gris, como si la vida misma hubiese sido drenada de sus raíces.

A lo lejos se escuchaba el murmullo del agua, que corría sin pausa sobre un río en alguna parte.

Entonces vio. El rosal, tan muerto como todo a su alrededor.

Eldryn le dedicó una sonrisa débil a su amada. Abykha tomó su rostro entre sus manos y lo acarició con dulzura. Juntos, descendieron hasta el jardín.

No tardó en escucharse el eco de pasos apresurados. Los guardias. Alguien les había delatado, sacrificando tres palabras que jamás recuperaría para condenarlos.

—Enamorados. Se escapan.

El estruendo de las botas retumbó sobre el suelo. Los soldados corrían tras ellos, armados y coléricos, mientras desde las ventanas de la fortaleza y las construcciones cercanas, decenas de ojos observaban el desenlace.

Los enamorados se besaron con ternura, aceptando un destino impuesto. Ahí donde el amor era inconcebible. Donde las palabras sobraban y las acciones eran lo único que contaban…

Los demás obreros, trabajadores y lacayos, los miraban despreocupados, como almas errantes acostumbradas a la resignación. Los nobles observaban de reojo, con una envidia oculta, anhelando por un instante ocupar su lugar.

Nadie les gritaba nada ¿Quién desperdiciaría sus palabras en dos locos?

Cuando sus labios se separaron, Abykha miró al rosal.

Las flores habían revivido, como si despertaran de un sueño, de nuevo, radiantes. El rosal, testigo mudo de su amor, bebió de su esencia y encendió su rojo bajo la noche, mientras una marea de rosas blancas se alzaba sobre el gris, bañándolo todo en luz.

Sin dudarlo, Eldryn arrancó un ramo de flores, y corrieron juntos, tomados de la mano.

El viento en sus rostros les recordó lo que se sentía la decisión. La maleza oscura bajo sus pies les recordó que seguían ahí, flotando en medio del caos, perseguidos por sombras que portaban espadas. Las copas de los árboles los acogieron en un abrazo, escondiendo a los enamorados que huían.

Y el agua…

El agua los reclamó, los empapó hasta los huesos cuando se lanzaron río abajo, riendo en el aire sin soltarse de las manos.

Se sumergieron y sus pulmones regresaron a la vida.

Pero ninguno dijo nada. No se dieron cuenta de que ya podían volver a hablar.

Cuando emergieron, los pétalos estaban tan empapados que se deshicieron entre sus dedos.

Solo uno pudo ser salvado.

Se dejaron caer sobre una cama de hojas junto al cauce. Sus corazones palpitando y la respiración entrecortada.

Abykha tomó el pétalo entre sus dedos y escribió.

“Te amo.”

Eldryn lo recibió con cuidado, y respondió.

Te amo.”

Entonces, el pétalo se entregó al viento. Danzó sobre el río, girando con la brisa, hasta quedar atrapado en las ramas de un viejo roble. Un pájaro, al cruzar el cielo, lo rozó con su ala y lo liberó, enviándolo de nuevo a su destino incierto.

Ascendió sin resistencia. Subió hasta llegar al límite de las estrellas, donde se deshizo en un leve resplandor.

Ahora solo quedaban ellos.

Por primera vez en mucho tiempo, el silencio ya no les asustó.

Jerry Franco

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