La Maldición del Castillo de Belmonte

Cuento participante para el Concurso de Relato corto de Terror y Fantasía del Festival de las Ánimas 2024.

Cuando se abrieron las puertas del castillo, el viento los arrastró con fuerza hacia el interior. Sofía, temerosa, tomó del brazo a Leonel. Caminaron juntos por el puente levadizo, que segundos antes había caído con un estrepitoso sonido. Sus zapatillas retumbaron bajo la última luz diurna de Belmonte, que no lograba iluminar el fondo del foso bajo sus pies.

            Sofía soltó a su acompañante, para correr y asomarse al borde del puente. Su cabello castaño revoloteó con belleza, y Leonel ni siquiera la miró. Ella era así, cambiante.

            —¿Has visto esqueletos? —le preguntó cuando volvió.

            —No hay más que rocas y oscuridad, hermano —le respondió con un tono aniñado y dulce.

            Ingresaron al primer patio, rodeado por dos altas torres semicirculares. Cristóbal los miraba con un desprecio disfrazado de seriedad. Él no tenía que estar ahí en un día como aquel. Tendría que haber ido con su familia al campo cubierto por el cielo despejado. La Madre del pueblo no había pronosticado lluvia, pero los días restantes quién sabe.

            —Apuraos, que el príncipe de Villena vendrá a conocer el castillo en poco tiempo —mintió, frunciendo el ceño.

—¿Por qué tanta prisa, escudero? —preguntó Leonel, con una despreciable sonrisa—. Conozco a Juan Manuel, será como reunirme con un viejo amigo.

            Cristóbal estuvo a punto de escupir al suelo, antes de recordar con quienes trataba. Masajeó sus arrugadas manos, apretando con fuerza y tragándose el odio. La familia Velasco. Una de las más ricas y nefastas de la ciudad de Soria. Hace más de un siglo desde que sus antepasados habían acumulado una enorme riqueza, luego de saquear toneladas de oro, aprovechando el caos y horror en la Batalla de Aljubarrota. Y este par de gemelos eran los peores. Estaban rodeados por una bruma de repugnantes historias que se contaban una y otra vez en los callejones de la ciudad. «Malditos malcriados, pensó Cristóbal, ahora resulta que también quieren el magnífico Castillo de Belmonte, lugar que fue hogar de una decena de familias honorables.» Gracias a sus contribuciones para su conservación arquitectónica, el palacio se mantenía bien. «Estos mequetrefes no harían más que derrumbarlo piedra por piedra.»

El escudero refunfuñó sin temor de ser escuchado, y se dio la vuelta para tomar la antorcha pegada a la columna de piedra. De un empujón abrió la puerta del zaguán. Uno por uno, el anciano encendió los veinte candelabros de hierro forjado que indicaban el camino, acompañados por veinte armaduras completas que sostenían sus espadas de acero. La luz del fuego se reflejaba en las paredes de piedra caliza, evadiendo aquellos rincones y zonas muertas donde la llama no llegaba.

Cuando los hermanos ingresaron, el escudero cerró las puertas de un golpe, antes de que el viento las azotara. Encendió una lámpara de aceite que descansaba sobre una mesita, y soltó la antorcha. Un fuerte sonido retumbó al golpear contra las baldosas del piso. Sofía dio un respingo.

—¡Vamos! ¿Qué no ves que muero de terror? —lo reprendió con una boba sonrisa.

Ni siquiera se sabían su nombre.

Antes de comenzar con el recorrido, Cristóbal se giró hacia los dos, y, con tenebrosas sombras sobre su arrugada piel, les advirtió en un murmullo:

—No tomen nada. Los dueños dejaron muchas de sus pertenencias. Libros, muebles, joyas, vestiduras. Cosas que no os pertenecen, ni a ustedes, ni a mí. Si deciden quedárselo, sacaremos todo, pero de la manera correcta.

Leonel ahogó una risa. Sofía pegó su cuerpo al suyo, y le susurró algo al oído.

—No sabía que creías en cuentos, escudero —le dijo Leonel con la voz encendida.

Cristóbal hizo caso omiso, dando inicio al recorrido.

Durante la siguiente hora, visitaron las demás habitaciones del castillo. El anciano abría puertas, con la lámpara de aceite en alto y, sin decir una palabra, los invitaba a pasar. Caminaron por los salones más amplios y majestuosos. Alcobas, baños, comedores, y una enorme cocina con una bodega dónde meter a todos los cocineros y sirvientes de Sofía y de Leonel. Este último mostró especial interés en la colección de cuadros sobre las paredes de la capilla. Cuadros pintados en oro líquido. Ángeles con alas doradas, Cristos con joyas y coronas resplandecientes, así como épicas batallas entre fuerzas celestiales y demoniacas. Los guerreros llevaban pesadas armaduras de plata con detalles en oro.

Cristóbal lo miraba de soslayo, conforme salían de la estancia. Los ojos del gemelo resplandecían y una cínica sonrisa se asomaba.

De vuelta en el zaguán, Leonel le ordenó que los llevara arriba. Subieron los peldaños tapizados por finas alfombras traídas desde Castilla. Visitaron cada una de las habitaciones principales, diez en total. Los hermanos no parecían interesados en las otras alcobas. Cristóbal iba con el corazón en la mano, pidiendo a Dios que no tomaran nada, aunque, muy en el fondo, estaba deseoso de que lo hicieran. Tal vez la maldición de Belmonte podría acabar con su tiranía. Sumido en sus pensamientos, fue interrumpido por las palabras de Sofía, quien al mismo tiempo escondía dentro de su vestido un bellísimo collar de marfil con diminutos diamantes.  Lo hizo con agilidad y elegancia. Cuando la suave mano de la muchacha tocó el precioso material, una corriente eléctrica recorrió todo su cuerpo.

—Escudero —lo llamó con tono seductor. El desdichado hombre se dio la vuelta y, al instante, se percató de la ausencia del otro gemelo—. Imagino que conoces las historias.

—¿Cuál historia, señorita? —preguntó, sin una pizca de respeto. Caminó hacia atrás con cuidado, mirando con nervios al interior de la recámara. La luz no llegaba más allá de dos metros, y la estancia era tan grande como su barraca completa.

—La nuestra —sopló la mujer, y apareció entre las tinieblas. Abrió la boca en medio de una risotada, mostrándole una hilera de colmillos antes de clavarse en su cuello.

Al intentar escapar, el pobre escudero sintió el frío del metal clavándose en su espalda. Giró la cabeza lentamente, para encontrarse con el rostro del gemelo. Leonel sostenía una antigua lanza entre sus garras. Su rostro estaba cubierto por la resplandeciente sangre del escudero. Sus manos empapadas se resbalaban.

Poco a poco se apagó la luz dentro de los ojos de Cristóbal, sumiéndolo en una total oscuridad. Lo primero que perdió fue la vista. Conforme dejaba este mundo, fue despidiéndose del oído, ensordecido por un centenar de estridentes risas que se hacían más fuertes.

Cuando terminaron con él, Sofía les indicó a sus hijos que emergieran de las sombras. Desde cada rincón, desde cada espacio sin luz del techo y las paredes del castillo, sus sirvientes aparecieron como siluetas que se escabullían. Sus cuerpos no tenían piel y en donde tendría que haber un rostro se notaba una sonrisa donde nacían decenas de dientes afilados.

Los gemelos bajaron por las escaleras, un largo crujido los detuvo en seco. Era el del acero encontrándose con la piedra.

—¡Sofía, regresa lo que sea que hayas tomado! —soltó Leonel.

Pero ya era muy tarde. La maldición del Castillo de Belmonte no tenía retorno. El horripilante alarido de sus sirvientes inundó al salón, seguido por el eco del acero. Los guardianes habían despertado.

La lluvia cayó a borbotones sin parar durante toda la tarde y toda la noche. Se dice que los truenos no eran suficientes para acallar los gritos. La sinfonía de las armaduras y del acero retumbaba en una batalla interminable. A la mañana siguiente seguía lloviendo. Cuando bajaron el puente y abrieron las puertas, una ola carmesí irrumpió con fuerza, empujándolos al interior del foso, e inundándolo hasta el borde. La lluvia no fue suficiente para llevarse la sangre, que continuó apareciendo durante semanas.

Nadie nunca se atrevió a contar lo que presenció en el interior.

Autor: Jerry Franco

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